martes, 13 de noviembre de 2007

de que sólo un indi­viduo informado y con acceso ilimitado a la información puede ser un ciudadano. Valga acotar que el presidente Caldera deseaba una declaración al menos tan sustanciosa sobre el panicular como las que se expresaron y adoptaron sobre otros asuntos. Sin embargo, debido a la presión manco­munada de los propietarios de los medios de los países iberoamericanos no fue posible lograr un consenso al respecto. Antes de pasar al examen de algunos rasgos de la glo­balización y el posmodernismo, me adelanto a posibles obser­vaciones críticas a la Declaración. Podría argumentarse que es similar a otras declaraciones solemnes, no expresa sino generalidades y no vale por ello ni el papel en el que está escrita. Si bien el tono y algunos aspectos del contenido parecen confir­mar esta impresión, otros la contradicen: es una de las pocas veces que yo recuerde haber leído un documento oficial, pro­ducto de largas e intensas negociaciones entre gobiernos de di­ferente color político-ideológico (de Menem a Castro, para personalizar lo que quiero enfatizar), que haga tan extensas re­ferencias argumentales a la ética de la democracia. También podría objetarse que va a ser muy difícil hacer el seguimiento a las acciones que los Jefes de Estado y de Gobierno prometen acometer para asegurar el cabal cumplimiento de la realiza­ción de los valores éticos señalados. Ello no deja de ser cierto, aunque con dicha realización oCUlTe lo mismo que con la legi­timación: ésta es un proceso que tiene que darse y así reafir­marse diariamente y en la vida cotidiana, nunca llega a un estado ideal y acabado (En este sentido podría hablarse de legitimidad solamente en el caso de medidas o actos políticos concluidos, jamás durante el cotidiano ejercer de la política en democracia).
Del mismo modo, la realización de los valores éticos es una tarea de todos, líderes y ciudadanos co­munes, dirigentes y dirigidos-representados, gobernantes y gobernados. Finalmente, podrá decirse que será harto difícil comprometer a todos los países miembros de la comunidad iberoamericana para que sus gobiernos cumplan plenamente las acciones destinadas a reforzar los valores éticos de la demo­cracia. Ello también es parcialmente cierto, pero podría obviar­se en la medida en que dicha comunidad se afiance cada vez más y logre una cohesión de altas dimensiones, proceso histó­rico que está en marcha y que presenta algunos resultados posi­tivos, desde la ampliación del comercio hasta la intensificación de los intercambios culturales intracomunidad.

GLOBALIZACIÓN Y POSMODERNISMO COMO SÍNTOMAS DE LA CRISIS
Los actuales profetas de la globalización se olvidan de que, desde que se inició en los albores del «largo siglo XVI» (F. Braudel), entre 1450 y 1650, el capitalismo ha sido un sistema económico tendencialmente mundial. En efecto, su implanta­ción en Europa Occidental estuvo acompañada y condiciona­da, como es sabido, por la apertura de lazos comerciales con otras economías-mundo existentes; luego por la expansión te­rritorial de las sociedades en las que surgió endógenamente, primero de Portugal y España hacia las islas del Atlántico frente a la península ibérica, después al norte y al oeste de África y luego a lo que a la postre se llamaría América Latina, en siglos posteriores de otros países (especialmente Inglaterra y los Países Bajos) hacia Asia, Oceanía y el resto de África, hasta que, a finales del siglo XIX, se había extendido al mundo entero. Había absorbido las economías-mundo o civilizaciones o sistemas históricos previamente existentes, destruyendo sus modos de funcionamiento, poniéndolos a su servicio como periferia y conformando un sistema único de división interna­cional del trabajo, no estático sino dinámico y por ende capaz de modificarse con los sucesivos cambios tecnoeconómicos.
Cabe subrayar dos características de tal sistema. Una la com­parte con otras economías-mundo antes de él (las de la anti­güedad, las africanas, la china, la japonesa, la maya, la inca, etc.): funciona sobre la base de la división entre un centro, una periferia y una semiperiferia. La otra es particular: es único como economía y múltiple como sistema de Estados, esto es: parece tener la necesidad de que su evolución -su proceso de acumulación de capital- se realice en unidades sociopolíticas separadas, los Estados-nación; si vale una prueba «negativa»: todos los intentos de unificar políticamen­te el sistema inter-Estados mediante la constitución de impe­rios han fracasado, desde Carlos V pasando por Napoleón hasta el nazifascismo; lo que ocurre en el interior del sistema inter-Estados es una lucha permanente, por largos períodos, por la hegemonía.
La mundialización fue entonces un proceso continuo que aconteció a veces en forma acelerada, otras lentamente, siempre en ciclos y lleno de contradicciones, como el Capita­lismo mismo. Los economistas clásicos de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX lo vieron así; no en vano el libro prin­cipal de Adam Smith se llama “La riqueza de las naciones” y David Ricardo inventó una teoría del comercio exterior llama­da de las ventajas comparativas. Marx y Engels escribieron hace exactamente 150 años en el Manifiesto Comunista:
Mediante la explotación del mercado mundial, la burgue­sía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consu­mo de todos los países. Con gran sentimiento ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civi­lizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más leja­nas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo (...) En lugar del antiguo aislamiento de las regio­nes y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material como a la producción intelectual.

Esto es: acontecieron transformaciones y mutaciones cuanti­tativas y cualitativas en cada fase de la mundialización del sistema histórico, las cuales cambiaron cada vez, con mayor o menor fuerza, la fisonomía del sistema. Todas las acelera­ciones y desaceleraciones fueron multicausales, pero siempre estuvieron fuertemente influenciadas por los cambios tecnoló­gicos: mientras más intensivamente éstos ocurrían, más se acentuaba la mundialización. Igualmente es notorio que cada una de las olas globalizadoras se fundamentaba económica­mente en una mercancía, a veces también en un adelanto tec­nológico.
Lo anterior se lee como un conjunto de lugares comu­nes y parece un ejercicio ocioso (y odioso) de repetir cosas que todo el mundo (culto, se entiende) conoce de sobra. Sin embargo, es necesario recordarlas porque, en la última déca­da y media, el proceso de mundialización fue redescubierto, rebautizado y desvestido de su carácter histórico. Organismos internacionales, economistas, analistas político-sociales y po­líticos hablan de la globalización como si se tratase de un fe­nómeno totalmente nuevo, sin precedentes en la historia y con visos de cambiar total y radicalmente -para mejor- el siste­ma histórico-social vigente, un proceso además inevitable e inexorable, sustraído de la influencia de las prácticas de los actores colectivos e individuales. Este discurso fundamenta­lista o fetichizado se ha reforzado en la medida en que el pen­samiento único se ha impuesto como ideología dominante en prácticamente todo el mundo, fenómeno que fue facilitado, acelerado y promovido por el colapso o la implosión, a fina­les de la década de los ochenta y comienzos de los noventa, de lo que parecía -y se presentaba- como única alternativa al capitalismo a nivel mundial: el socialismo realmente exis­tente, pero también sistemáticamente preparado por asocia­ciones como la Sociedad Mont Pelerin, el origen de los think tanks de los neoliberales.
No cabe duda de que la globalización contemporánea de la mundialización, como otras anteriores, muestra unas características particulares. Por ejemplo, las innovaciones tecnológicas que la impulsan, acompañan y empujan son más profundas y radicales en cuanto al objetivo de la tecnología: el dominio cada vez más perfecto ejercido por el hombre sobre la naturaleza; y a la vez más peligrosas e imprevisibles en cuanto a sus consecuencias: no solamente la biotecnología y la ingeniería genética, sino también la informática y la robótica causan cambios en los que los patrones socioinstitucionales -las instituciones políticas y sus procedimientos y mecanis­mos, los resortes de internalización psíquica en los individuos del sistema histórico vigente- ya no sirven de herramientas de mediación entre el ser humano y su realidad, razón por la cual se desubica, se aísla y se aliena aún más. Es ésta la razón por la cual considero la globalización, en su versión fundamentalis­ta, como un síntoma más de la crisis actual; volveré sobre ello.
La actual aceleración de la mundialización implica en­tonces, otra vez como globalizaciones anteriores, transforma­ciones civilizatorias bastante hondas en el marco de la misma civilización: en la visión del mundo y hasta en la cosmovisión, en los valores y las normas, en las conductas y los hábitos, etc. Por ejemplo, una de sus consecuencias a nivel colectivo y sub­jetivo es el individualismo extremo, fruto del fetichismo del di­nero y del consumo (Corno dato curioso es digno de acotar que esta época llamada por muchos posmaterialista exhibe rasgos de un materialismo extremo, que amenaza seriamente con socavar las bases de solidaridad y cohesión sociales en algunas sociedades mientras que despierta reacciones fundamentalistas en otras).
La globalización de nuestros tiempos implica igual­mente una relocalización y desconcentración de la produc­ción, al igual que las anteriores; recuérdense los respectivos procesos empujados por la industrialización sustitutiva de im­portaciones. El capital productivo (otra verdad de Perogrullo) va siempre hacia aquellos lugares en los cuales las condiciones para la obtención de altas y rápidas ganancias, en breve, para la acumulación, son óptimas; esto es hoy por hoy: donde existen legislaciones laborales y ambientales particularmente «flexi­bles», mano de obra barata, recursos naturales y especialmente energéticos provechosos y poco costosos, etc. De esta manera, se producen subsiguientes fenómenos como el surgimiento del desempleo masivo y la reestructuración del mercado de trabajo hacia el empleo de baja remuneración en los servicios en mu­chos países desarrollados (Alemania, Francia, Italia, Suecia, etc. son ejemplos de lo uno y EEUU, Holanda, etc., de lo otro), o como la combinación del paro histórico-estructural con el de­sempleo tecnológico y la exclusión y, por ende, la pérdida de mecanismos de integración social en los países en vías de desa­rrollo. Ello es, entre otros, resultado de la ideología del share­holder-value como principio ejecutivo y organizador de las empresas -modern management- y una manifestación de una reorganización de la economía en el mundo entero.
Esta globalización es un síntoma de la crisis de transi­ción por varias razones. Aparte de que, como señalé antes, disuelve tendencialmente los patrones socioinstitucionales existentes, mencionaré sólo la razón más relevante: siendo el dinero la mercancía que empuja el actual rápido avance de la mundialización, a tal punto que algunos economistas concep­tualizan la globalización como fase de la hegemonía del capi­tal financiero, muchos apologistas ven en el enorme aumento de los flujos financieros el rasgo decisivamente nuevo y distin­tivo de esta globalización (para ellos, la única). Pero aquí cabe llevar el análisis con cuidado. Para decirlo en las palabras de Aldo Ferrer:
La gigantesca masa de recursos financieros (...) es una burbuja de transacciones en papeles, opciones, derivados y otros instrumentos que constituyen operaciones desvincu­ladas en su mayor parte de la actividad real de producción, inversión y comercio. Más de 95% de las transacciones, del orden de 1,3 mil millones de dólares diarios, que se realizan en los mercados cambiarios del mundo, corres­ponde a operaciones financieras.
Obedecen a razones puramente financieras, por lo tanto a un desacoplamiento de la economía financiera de la economía real. Las finanzas han adquirido vida propia, pero una vida fantasmagórica por tratarse de flujos en los cuales en realidad no se mueve nada: las sumas no son transferidas de veras de un país a otro -son símbolos en las pantallas de unas com­putadoras en diferentes lugares del mundo. Como el dinero es la mercancía por excelencia del Capitalismo, pero una mer­cancía particularmente volátil, y constituye la base de la glo­balización de hoy día, algunos economistas y hombres de empresa empiezan con toda razón a preocuparse por la estabi­lidad a mediano y largo plazo de la economía así globalizada, y no tan sólo los que tuvieron que experimentar ya la vulnera­bilidad de semejante situación (el presidente mexicano Ernes­to Zedillo en 1994, los presidentes y primeros ministros de los países del sudeste asiático desde mayo de 1997 en adelan­te y los presidentes y primeros ministros que tuvieron que manejarse en medio del «efecto tequila» a comienzos de 1995 y de la «enfermedad asiática» en estos tiempos).
La globalización ha generado, lo cual quieren obviar sus defensores y apologistas aunque la vean, una mayor fragmen­tación y polarización tanto de las sociedades del sistema histó­rico entre ellas como en el interior de cada una de las mismas, lo cual ha engendrado una tendencia al agravamiento de las contradicciones sistémicas, expresado paradigmáticamente en la cada vez mayor pobreza de los muchos y crecientemente más y la riqueza siempre en aumento de los pocos y crecien­temente menos, así como en la ya mencionada incapacidad de los dispositivos socioinstitucionales «normales» para resolver los dilemas que surgen.
En breve: al alcanzar el capitalismo su estado de mayor pureza, con el dinero como mercancía dominante, llega al mis­mo tiempo a sus límites, puesto que la llegada al capital espe­culativo «puro» marca el límite de la acumulación. Podrá sobrevivir todavía un rato, incluso prolongado, pero no cabe duda de que la transición desembocará en la construcción de un nuevo sistema histórico-social.
Lo que es la globalización en lo económico, social y político, es el posmodernismo en la cultura, esto es: en las es­feras del conocimiento, de la estética, del arte, las representa­ciones sociales de los seres humanos, etc. Parte del supuesto de que la modernidad está muerta6, y deriva su nombre del simple hecho de que viene después de la misma. Su contenido puede resumirse en siete elementos:

1. Una fascinación con los mecanismos y dinámicas con­vulsos de los sistemas simbólicos.
2. El rechazo de teorías realistas u objetivas del conocimiento y de cualquier posibilidad de «progreso».
3. Una forma de hiperreflexividad que es autoabsorbida, pero no autorreflexiva.
4. El énfasis en el «ocio» y la expresividad «aristocrática», pero no en el trabajo.
5. El abandono de las grandes narraciones históricas y teóricas totalizadoras, universales y particulares.
6. Una sensación de fragmentación, así como el reconoci­miento de que sistemas filosóficos o religiosos holísti­cos no son más creíbles.
7. Una suerte de hipersofisticación, que refleja la irónica imbricación del sujeto con ambientes de los cuales se sabe que son manufacturados
Como se podrá apreciar, algunos de los postulados del pos­modernismo no son nuevos sino que pertenecen incluso al propio discurso de la modernidad. Otros ya fueron presentados en el modernismo, futurismo y dadaísmo de los años veinte, incluso en el existencialismo de la segunda posguerra. Otro dato curioso: los representantes del posmodemismo como movi­miento cultural y de las ciencias sociales no tienen la más mínima idea de que fue el gran sociólogo norteamericano C. Wright Milis quien acuñó la palabra en una entrevista radiofónica en marzo de 1959.
El problema del posmodernismo lo ha resumido el so­ciólogo sueco G6ran Therborn de una manera bastante apro­piada en sus tres implicaciones para las ciencias sociales; esta corriente ve: la estructura sin historia, la historia sin sujeto y el conocimiento sin verdad.
En semejante contexto intelectual e ideológico, que ciertamen­te es una derivación del pensamiento único y la corresponden­cia en el acto de saber a la globalización fundamentalista y fetichizada, no valen, a nivel de cada individuo, ni los pro­yectos de actores colectivos ni mucho menos para sociedades enteras, ni lealtades para con el Estado-nación, ni intentos de diseñar modelos de desarrollo que sean beneficiosos para toda la sociedad o un grupo de sociedades. Precisamente porque todo vale, no vale nada colectivo: la visión individualista y el hedonismo marcan las pautas a seguir por todos los ciudada­nos (que es, por lo demás, un concepto que no tiene espacio en el posmodernismo, precisamente porque niega la posibilidad de que el individuo tenga deberes, derechos y obligaciones para con su sociedad y su Estado).
Ello implica, desde luego, que los sistemas éticos que han hecho posibles la declaración y la puesta en práctica de los valores democráticos sufren graves transformaciones. Una ética democrática como la que se manifiesta en la Declaración fallece en las condiciones sociales y culturales de globaliza­ción y posmodernismo. Su racionalidad es la tecnoinstru­mental, su forma de gobierno la que se nutre de la «fuerza normativa de lo fáctico», su individuo es el zombie del brave new world de Aldous Huxley.
En resumen, en condiciones de la vigencia de la glo­balización y del posmodernismo, hablar de los valores éti­cos de la democracia es un sinsentido; intentar construirlos construyéndolos, y defenderlos, una actitud quijotesca. Como el futuro es un constructo sin sujeto, realmente no importa. Esta suerte de nihilismo socioideológico debe comba­tirse a través de prácticas concretas. A ellas dedicaré la última parte -sintética- de mi intervención.

MODESTAS PROPOSICIONES DE ACCIÓN
Antes que nada, como actitud fundacional de la creación de algo nuevo, es imprescindible recuperar un sentido de so­ciedad, 10 cual pasa por reasumir la historia como conoci­miento del pasado público de la misma. Para las futuras generaciones, se trata nada menos que de la construcción cons­ciente de un nuevo sistema histórico-social. Están dadas todas las condiciones para ello: las del conocimiento, las tecnológi­cas, las materiales, etc. Lo que hay que hacer para lograr que se haga conscientemente es excavar de las entrañas de nuestro ol­vido colectivo lo que el principio de la vida puso en marcha: el recuerdo mancomunado y compartido de lo bueno y de lo be­llo, es decir, la suma de las éticas y estéticas de la humanidad.
Diríase que es una tarea para gigantes, tal vez imposi­ble de acometer por seres humanos. No lo pienso así. Más que el diseño de una estrategia teleológica, lo que hace falta es, por un lado, volver a creer en la práctica que es la acción humana la que hace la historia, esto es: el redescubrimiento del sujeto social; y, por el otro, montar una estrategia de los pequeños pasos, cada uno de los cuales se engancha con el siguiente y lo engendra, o sea, una praxeología inspirada en la deseabilidad y la viabilidad de proyectos sociedades, pe­queños y grandes. Enumero a continuación unas proposi­ciones para los fines de las discusiones estratégicas que necesariamente vendrán:
- No tenerle miedo a pensar lo impensado ni dejarse inti­midar por las amenazas de la cotidianidad, esto es: de la rutina que dice que nada es viable;
- Organizarse y participar en la vida pública;
- Intemalizar los principios que subyacen a los valores éticos de la democracia, mediante --entre otros meca­nismos- un fuerte compromiso con la reforma de la educación en todos sus niveles;
- Luchar contra la identificación de politiquería y políti­ca, contra la denigración de la política y de lo político, reconocerse en tanto que individuos y grupo(s) como seres políticos por excelencia;
- Diseñar modelos de desarrollo capaces de combatir la pobreza, la virtual exclusión, el peligro de un apartheid social, divulgarlos y discutirlos;
- Comprometerse en organizaciones de defensa de los derechos humanos; y
En fin, asumirse como guerreros de la utopía de lo his­tóricamente posible: nunca perder de vista, sobre la marcha de esta larga transición, el objetivo realizable; esto es: el nuevo sistema histórico-social que la huma­nidad entera necesita porque necesita una nueva razón, no la de la racionalidad tecnoinstrumental.

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