martes, 13 de noviembre de 2007

LECTURA Nº 13: LOS VALORES DEMOCRÁTICOS EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN Y DE POSMODERNISMO









INTRODUCCIÓN

Las voces que proclaman que estamos viviendo tiempos de crisis son numerosas y múltiples. Provienen de los más diver­sos actores colectivos y de analistas de cualquier color políti­co-ideológico. Hacen referencia a una serie de cambios y transformaciones que han venido produciéndose a 10 largo de los últimos -digamos- 25 años en prácticamente todos los órdenes de la vida del actual sistema histórico y de las socie­dades que a él pertenecen: la totalidad de ellas. Los ecos de tales voces se escuchan en las percepciones de las gentes, tal y como se refleja en los sondeos de opinión pública: grandes mayorías manifiestan que sus condiciones de vida hoy día son peores que en el pasado reciente, que se sienten insatisfechas y hasta infelices con los modos y ritmos de sus mundos de vida y que sus visiones del futuro no incluyen la esperanza de que la situación mejore a corto o mediano plazo, ni siquiera para sus hijos y los hijos de sus hijos. Tan frecuente es el uso de la palabra crisis que se ha ha­blado de la inflación que ha sufrido.
En efecto, los discursos domingueros de políticos y estadistas, los estudios de econo­mistas y sociólogos, los análisis de críticos de la cultura y en­sayistas, las reflexiones de escritores y científicos naturales hacen todos ellos referencia a la crisis. En consecuencia, nunca queda claro el sentido que tiene el término en el concierto que lo tiene como leitmotiv, amén de la incapacidad de unos o la falta de voluntad de otros para darle una clara definición: crisis es cualquier empeoramiento, a cualquier escala, de las cosas en cualquiera de sus marchas cíclicas.
Empezaré, entonces, por indicar qué es lo que entiendo por crisis. En la tradición de la Sociología histórica y siguien­do en especial a Immanuel Wallerstein, entiendo que crisis se refiere a una circunstancia rara, marcada por el hecho de que un sistema histórico-social ha evolucionado hasta tal pun­to que el efecto acumulativo de sus contradicciones le hace imposible resolver sus dilemas mediante ajustes en sus patro­nes institucionales normales. Esto es: cada sistema histórico nace, es desde el inicio intrínsecamente contradictorio, desa­rrolla y consolida una armazón institucional que es capaz de solucionar tales contradicciones y de adaptarse a los cambios que el propio sistema engendra, evoluciona hasta llegar al máximo de sus capacidades (tecnológicas, económicas, cultu­rales, políticas) y empieza a declinar. Llegado este momento, la muerte del sistema histórico existente es segura, aunque no necesariamente inminente, razón por la cual los que viven en él se encuentran con una elección histórica real: ¿cuál es el nuevo sistema histórico que quieren construir o crear?
Como se podrá apreciar, este concepto de crisis no es históricamente asmático ni miope. Remite al hecho de que las crisis son acontecimientos nada frecuentes y que, tal y como lo indica la palabra griega en la que el concepto está etimoló­gicamente enraizado, encierra siempre la muerte y la oportu­nidad. En este sentido, la crisis es un proceso de transición de un sistema histórico-social a otro. Ciertamente, tal transición dura bastante tiempo y es además cíclica: no es un proceso lineal de deterioro y de hundimiento, sino discontinuo, de períodos de recuperación y empeoramiento, en los cuales el empeoramiento es la tendencia dominante en el largo plazo.
Pienso que el sistema histórico actual está viviendo una crisis de esta naturaleza. Se ha iniciado en la década de los setenta, cuando llegó a su final la más intensa expansión cuantitativa y cualitativa de dicho sistema, esto es: el período después de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los sesenta-comienzos de los setenta, ha tenido épocas de recupe­ración, mas ha dominado la tendencia a un mayor deterioro, se ha extendido durante los años ochenta y continuado durante lo que va de los noventa, y muestra síntomas que indican que se­guirá. Los cambios y transformaciones que ha acarreado -y está acarreando día tras día- muestran efectivamente dos ele­mentos: 1) que la armazón socioinstitucional es cada día más incapaz de resolver las contradicciones y dilemas que el siste­ma produce, pese a todas las políticas de ajuste estructural que se inventen; y 2) que se están abriendo caminos para ir construyendo o creando un nuevo sistema.
Claro está que esta crisis de transición se manifiesta en cada sociedad de acuerdo con las particularidades que ella tie­ne, en medio de su pertenencia al sistema histórico-social vi­gente y de los subsiguientes rasgos que comparte con todas las demás sociedades. Incluso, grupos de sociedades juntados a través de la historia pueden poseer características comunes, las cuales los diferencian de otros grupos de sociedades, tam­bién en su comportamiento dentro de la crisis. Es el caso de América Latina y el Caribe, tal vez con los pueblos ibéricos in­cluidos, por aquello de los dos rasgos que marcan su diferencia específica con respecto, por ejemplo, al ámbito anglosajón o alemán: el mestizaje y el idioma.
Lo anterior me obliga a declarar que los tiempos de globalización y de posmodernismo son los tiempos de la cri­sis y que tanto la primera como el segundo indican procesos que a ella pertenecen. Después de un examen de los valores democráticos, tal y como fueron expuestos y definidos en la Declaración de Margarita, pretendo demostrar sintéticamen­te los rasgos de globalización y posmodernismo que caracte­rizan a estos últimos como síntomas de la crisis, para terminar proponiendo algunas reflexiones en torno a cómo podemos y debemos -los jóvenes y los que ya no lo somos tanto, al me­nos de acuerdo con nuestras partidas de nacimiento--, en y desde América Latina o Iberoamérica, encontramos con las oportunidades que nos ofrece la crisis: construir o crear un nuevo sistema histórico.
LOS VALORES DEMOCRÁTICOS EN LA DECLARACIÓN DE MARGARITA
Como es del conocimiento general, la VII Cumbre Iberoameri­cana de Jefes de Estado y de Gobierno se reunió entre el 8 y el 9 de noviembre de 1997 en la Isla de Margarita. En la reunión final de la pasada Cumbre, realizada el año anterior en Viña del Mar, en Chile, el presidente Caldera había propuesto como te­ma de la cita de la que Venezuela iba a ser el país anfitrión: Los valores éticos de la democracia. Asumió de esta forma el reto de emprender una reflexión capaz de profundizar en los temas que habían sido debatidos en las cumbres anteriores, especial­mente el de Viña del Mar: La gobernabilidad democrática.
Al resumir algunos postulados de la teoría moderna de la democracia, la Declaración ratifica el compromiso asumido en reuniones anteriores para promover la revalorización de la política en la vida diaria de nuestros pueblos, estimulando su participación política. Esta postura es ciertamente importante y significativa. Para nadie es un secreto que uno de los síntomas de la crisis, a ni­vel de prácticamente cada una de las sociedades que compo­nen el actual sistema histórico-social, es la desvalorización tanto de lo político como de la política y, por antonomasia, de los políticos.
El mito de que todos los problemas deben solucionarse técnicamente mediante procedimientos geren­ciales pasa por alto la naturaleza estrictamente política de la inmensa mayoría de ellos, esto es: su ubicación en el campo de las relaciones sociales y de poder, y su vinculación con de­terminados intereses particulares y públicos, enfrentados o no. Dicho mito es parte del tecnocratismo como ideología, y éste es manifestación de la propia lógica del sistema históri­co: la acumulación por la acumulación, su autorregulación por ella engendrada. Al situarse fuera de ese mito, es lógico que la Declaración insista en la formación y la participación ciudadanas en la vida cotidiana y las decisiones sobre los asuntos públicos.
Con el término Declaración me refiero en adelante a la versión oficial que consta de tres partes: Los valores éticos de la democracia, la cooperación derivada de las cumbres de la Conferencia Iberoamericana y Asuntos de espe­cial interés, la cual me fue facilitada por el Centro de Documentación de la COPRE y social, fortaleciendo desde la más temprana edad escolar los programas de formación ciudadana y de educación pa­ra la democracia y la participación, propiciando la capaci­tación de dirigentes políticos, a fin de que se mantenga y crezca un interés generalizado por el perfeccionamiento del régimen democrático y de los órganos y estructuras que lo conforman (párrafo 2).
Para poder entender lo ético de los valores democráti­cos, los Jefes de Estado y de Gobierno tuvieron necesariamen­te que convenir en que «la democracia es no sólo un sistema de gobierno, sino también una forma de vida a la que los va­lores éticos dan consistencia y perdurabilidad» (párrafo 3). Efectivamente, los sistemas de gobierno no necesitan de la ética para ser puestos en marcha; incluso para ser eficientes y eficaces y mantener así la gobernabilidad --de hecho co­nocemos bastantes que han carecido de ella. En cambio, en sistemas de convivencia o formas de vida, la ética es impres­cindible para que cada individuo pueda desarrollar sus prácti­cas más allá de la moral personal, inmerso en y sujeto a una ética compartida. La Declaración enumera los principios jurídicos y valores éticos más importantes:
la tolerancia; la capacidad de valorar y aceptar el plura­lismo; el derecho a la libre expresión y al debate públi­co; el respeto, la promoción y la protección de los derechos humanos; la aplicación de las reglas de la con­vivencia civilizada establecidas por la ley; la validez del diálogo en la solución de los conflictos; la transparencia y la responsabilidad de la gestión pública (párrafo 3).
Los valores éticos de la Declaración son tratados en los siguientes capítulos: · La promoción, respeto y garantía de los derechos humanos, la justicia social, la administración de justicia, ética y administración pública, partidos políticos y transparencia de los procesos electorales y derecho a la información.
De los derechos humanos dicen los Jefes de Estado y de Go­bierno que «razón de ser y contenido» de la democracia no los limitan a los derechos ciudadanos que podríamos llamar «clásicos» (los de libremente pensar, opinar, organizarse y elegir sus gobiernos), sino que incluyen en forma implícita los derechos económicos, sociales y culturales, y explícita­mente «el derecho al desarrollo» y exigen que su plena vigen­cia sea el resultado de los esfuerzos de cada país y de su gobierno, así como de la cooperación internacional al respecto:
un claro reconocimiento de los límites de la soberanía nacio­nal en aras del cumplimiento de los derechos humanos (párra­fos 5 y 9). Subrayan que éstos se basan «en la dignidad, la igualdad, la no discriminación y la solidaridad» (párrafo 6).
La Declaración define la justicia social como «la rea­lización material de la justicia en el conjunto de las relacio­nes sociales, la cual exige medidas de compensación a favor de aquellos que requieran un tratamiento especial y diferen­ciado y que no pueden representar o hacer valer de forma efectiva y pública sus intereses, necesidades y aspiraciones» (párrafo 12, cursivas mías); la parte destacada de la frase implica un reconocimiento de la necesidad de que el Estado participe activamente en la realización de la justicia social, esto es: que no se la puede dejar al simple juego de la «mano invisible» del mercado. La justicia social debe aplicarse in­ternacionalmente, razón por la cual se reclama que «los paí­ses desarrollados económica y tecnológicamente [presten] su colaboración a los países menos desarrollados» (párrafo 12). Se vincula la justicia con el desarrollo sostenible para «en­frentar de manera eficaz la superación de la pobreza y de la extrema pobreza, el desafío de alcanzar la plena armonía en­tre la democracia y la búsqueda común de una calidad de vi­da más elevada para sus pueblos» (párrafo 15), y se reitera el compromiso con la Declaración de Principios y el Plan de Acción de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo celebrada en marzo de 1995 en Copenhague.
Dice la Declaración: «La administración de justicia de­be inspirarse en valores éticos. Corresponde al Estado asegurar su imparcialidad y objetividad, así como la igualdad y respeto de la dignidad de las personas, ajenos a las conveniencias del poder, ya sean económicas, sociales o políticas» (párrafo 19).
Los Jefes de Estado y de Gobierno postulan una admi­nistración pública que esté basada «no sólo en el derecho si­no también en una ética» (párrafo 24) y llaman la atención sobre la necesidad de «establecer códigos de conducta ética de los funcionarios públicos (. . .) que deberán contener principios reguladores susceptibles de ser concretados y aplicados a los diferentes tipos de comportamiento administrativo y a los pro­blemas éticos que afrontan los diversos organismos administra­tivos» (párrafo 25). Particularmente importante a este respecto es la erradicación, o al menos la minimización, de prácticas de corrupción tanto en el Estado a sus diferentes niveles como en el sector privado.
Al reafirmar «que el desarrollo del sistema político de­mocrático, a través de las figuras de la representación y la parti­cipación, implica necesariamente el aporte de las agrupaciones y partidos políticos, en concordancia con la vigencia de los va­lores de libertad, igualdad, bienestar, orden y justicia» (párrafo 31), la Declaración postula que se desarrollen formas organi­zativas más participativas que se acoplen a «la creciente exi­gencia de nuestros pueblos de fortalecer más la participación en las decisiones que afectan a la sociedad» (párrafo 33), así como más transparentes y menos verticales. De los procesos electorales se dice que su control debe ser compartido entre gobiernos, partidos y organismos de la sociedad, para que ad­quieran la legitimidad que tales actos necesitan.Finalmente, los párrafos 38 al 43 están dedicados al derecho a la información, en la tónica

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